ESHKOL NEVO – El Mundo
Levantarse por la mañana. Abrir los ojos.
Coger el móvil. Entrar en las páginas de noticias. Desplazarse por la lista de caídos.
Cada mañana, el portavoz del Ejército publica los nombres de los soldados muertos en Gaza el día anterior. La mirada se posa en los nombres. El corazón late deprisa. Una primera lectura, rápida, para cerciorarse de que entre los muertos no hay nadie conocido. El recuento hasta ahora, tras casi tres meses de guerra, es: el hijo de un amigo intimo, el hijo de una alumna y el hermano de la mejor amiga de mi hija.
Esta mañana no reconozco ningún nombre. Gracias a Dios. Segunda lectura más lenta. Por respeto a los caídos. A quién hemos perdido esta noche. Qué jóvenes vidas se truncaron. En las fotografias siempre parecen niños disfrazados de soldados. Luego, levantarse de la cama.
Forzarte a ello aunque tu cuerpo pese, y mucho. Salir a la calle y empezar a correr.
Nunca he entendido esto de correr. Es desagradable para el cuerpo. No hay textura.
No hay balón.
Veia a los hombres de mi edad correr y pensaba que hay mejores formas de resolver la crisis de los 40. Desde que empezó la guerra, yo también corro. Todas las mañanas. Me prometí que seguiría hasta que terminara. Como Forrest Gump. No tengo elección. Es imposible empezar el día con toda esta tristeza en la garganta. Se necesita algo para restablecer el equilibrio. Algo que inyecte un gramo de esperanza en la sangre.
Las calles están desiertas, es muy temprano.
Por todas partes, en los árboles, en las fachadas de los edificios, en las plazas, cuelgan fotos de los rehenes. Paso corriendo junto a ellas. Me pregunto quién de ellos ha regresado ya. Quién sigue allí, en un túnel oscuro. Y quién no volverá nunca. Vuelvo.
Ducha. Enciendo el teléfono. Una foto de A.
Por fin. Respiro aliviado.
Hace un mes, A. me escribió un mensaje por WhatsApp. Quería compartir que mis libros le han acompañado en momentos clave de su existencia y contarme que su equipo está ahora combatiendo en Gaza.
Me preguntó si podía enviarles a él y a sus chicos mi último libro con una dedicatoria personal para cada uno. Volverían durante 24 horas y luego partirian hacia Gaza. Una noche deje los ejemplares con las dedicatorias en el armario del contador eléctrico. Por la mañana ya no estaban. Desde entonces no había sabido nada de A. Empezaba a preocuparme mucho. Pero ahora ha llegado la fotografia. Seis soldados con el libro en la mano, sus caras borrosas por los píxeles.
Probablemente estaban alistados en una unidad secreta. No lo sé ni quiero saberlo.
Les escribo deseándoles lo mejor, que vuelvan sanos y salvos a casa. En el buzón del correo electrónico, encuentro otra petición de un soldado. Esta vez es un reservista, se llama Eliezer, está desplegado en la frontera norte. Me pregunta si puedo ir a verles y leerles una de mis historias. Le respondo que sí, por supuesto. Hoy digo que si a todo. A cualquier petición. Lleno mi agenda para que no me quede tiempo para la tristeza. A la semana siguiente otro soldado viene a buscarme a la estación del tren. No es Eliezer. Al parecer, Eliezer ha sido trasladado a otra base. «No te preocupes», dice Oren, que ha venido en su lugar, «estás en buenas manos».
Pasamos todos los controles, seguimos por carreteras desiertas y llegamos a un puesto fronterizo. Toda la semana he reprimido el hecho de que ésta es una zona de guerra y me estoy poniendo en peligro, y ahora es demasiado tarde para cambiar de opinión. Me reúno con los soldados. Hablamos de amistad, del camino no tomado, de lo que significa ser israelí hoy en día. Luego les leo un cuento.
Después de leer dos párrafos, boom, una explosión. Bastante fuerte. Me detengo y recuerdo que Oren dijo que en caso de lanzamiento de misiles tendriamos que correr al refugio móvil. Pero ninguno de los reservistas da un paso. Pienso que o mi historia les parece realmente convincente o saben algo que yo ignoro. Y continúo leyendo. Después de unos cuantos párrafos más, hay otro boom. Más cerca. Y justo antes del final de la historia, en una especie de pausa dramática, la explosión final, muy cerca. Cuando termino de leer, me explican que los estampidos fueron «causados por nuestras fuerzas». Después me hacen preguntas sobre la historia, y sobre los finales abiertos, y sobre la vida. Al final, Oren me lleva de vuelta al tren. Quedamos en volver a vernos después de la guerra.
Nadie sabe cuándo ocurrirá. Quizá dentro de un mes. Quizá dentro de un año. Mientras tanto, se ha creado una nueva cotidiani-dad. Una pseudo-cotidianidad. Como si el alma se acostumbrara. Como si la vida volviera a la normalidad. Pero no es así. De vez en cuando alguien se rompe. De vez en cuando ese alguien soy yo. Ayer, por ejemplo. Aparqué mi coche. Y, de repente, sonó en la radio una canción de Marianne Faithfull, The Bailad of Lucy Jordan. No había ninguna razón para que la letra me hiciera llorar. Sin embargo, lloré como un niño.
Todo el mundo está al limite. Todos están traumatizados de un modo u otro. La responsabilidad de la energía de la mayoría de las habitaciones en las que entro es mía.
Así que todas las mañanas salgo a correr y me tomo un expreso y luego otro y luego un tercero. Y pienso en las crisis que he vivido en el pasado y que he superado. Y pienso en la próxima primavera en Italia. Luego entro en el aula donde doy clases y ayudo a otros a expresar sus sentimientos, o a olvidarlos.
Ayudar a los demás es la mejor manera de ayudarse a uno mismo. Y los estudiantes están agradecidos. Por la oportunidad de escribir, por la oportunidad de estar juntos.
Aunque durante la reunión corrimos al refugio dos veces porque sonaron las sirenas de alarma, me despido de ellos y vuelvo a mi coche en el que lloré y arranco y, un minuto después, suena otra alarma y sigo las indicaciones. Salgo del vehículo. Me tumbo al lado del coche. Pongo las manos sobre la cabeza. Espero cinco minutos.
Mientras tanto pienso en las cosas que aún no he tenido tiempo de hacer, por ejemplo un viaje a Colombia, o ver a mi hija mayor bajo el palio nupcial. Y pienso en qué pasaria si me muriera ahora. Entonces me levanto y empiezo a conducir de nuevo.
Paso por la plaza donde hasta hace tres meses nos manifestábamos por la democracia y contra el Gobierno. En esa plaza ahora no hay manifestaciones. Pero las habrá. Estoy seguro de ello. Junto con la tristeza, también crece la ira. Llegará el momento de exigir la dimisión del primer ministro más catastrófico de la historia de Israel. Llevo semanas escribiendo el artículo en el que insto a Netanyahu a irse a casa. Pero me contengo. Me muerdo la lengua con fuerza. Son tiempos de guerra, no de política.
Cuando llego a casa, todos duermen. El salón está en silencio. Enciendo la CNN para ver las imágenes de Gaza. En los canales israelíes no se muestran. Como si la empatía por los civiles indefensos de Gaza pudiera derribar la moral de la nación. En Rafah, la lluvia cae sobre mujeres y niños que no tienen techo bajo el que cobijarse.
Hay una niña que se parece vagamente a mi segunda hija. Tiembla de frio. Tiene hambre. Estoy tentado de cambiar de canal, pero me quedo. La guerra es atroz. No podemos olvidarlo. Incluso si es impuesta y fue Hamas quien nos impuso la guerra a nosotros y a Gaza, sin dejarnos alternativa.
La guerra es algo atroz. La verdadera victoria en esta guerra sólo llegará si va seguida de la paz.
Eshkol Nevo es escritor israeli
© Corriere della Sera

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