En los últimos meses hemos sido testigos de cómo se ha difundido una narrativa simplista y profundamente injusta: la acusación de que Israel es un “estado genocida”. Esta idea, promovida con entusiasmo por cierto progresismo de sillón —ese que se expresa desde la comodidad de redes sociales sin conocer la complejidad del terreno—, ignora una realidad básica: Israel lucha por su derecho a existir.
Es legítimo, incluso necesario, cuestionar la guerra, las víctimas civiles y exigir estándares éticos en el uso de la fuerza. Pero también es imprescindible hacerse una pregunta honesta: ¿qué haría cualquier otro país si sus ciudadanos vivieran bajo el constante peligro de ataques, secuestros y terrorismo? ¿No se defendería?
A quienes repiten eslóganes vacíos sin detenerse a mirar los hechos, les hago una pregunta: si Israel es genocida por defenderse, ¿cómo llaman entonces a un régimen que deliberadamente bombardea un hospital repleto de civiles, sin advertencia, buscando causar el mayor daño posible?
No se trata de elegir bandos ciegamente, sino de mantener un mínimo de coherencia moral. La defensa de los derechos humanos no puede ser selectiva ni basada en prejuicios ideológicos. La verdad, a veces incómoda, exige mirar más allá de los titulares y comprender el contexto antes de emitir juicios absolutos.

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